lunes, 9 de noviembre de 2015

Melitona, la sobreviviente de Napalpí

La sobreviviente y el silencio

 Había nacido un 16 de enero en tiempos remotos. El paraje chaqueño El Aguará fue un gigantesco pesebre. Una mujer nacía, y otra moría. En el mismo llanto, una abrió la boca y de la otra, brotaba leche. Melitona Enrique tragó su primera bocanada de monte. En esos sorbos iban trozos del mundo toba-qom. La madre se convirtió en leyenda, y ella en tierra.

 Melitona Enrique apeló al silencio para salvarse. Tuvo su prueba de fuego cuando la arrastraron hacia el corazón del monte bajo la balacera policial. Tenía que aguantar el dolor. Las espinas y los arbustos, marcaron su cuerpo como en una yerra. Nada podía ser más fuerte que su vida. Sólo gesto. Nada de gritos. Nada de llantos. Nada.

 Su tío le dijo que el silencio era tan importante como esconderse. Si era necesario había que olvidar. No había que volver. El llamado del santón no sonaba bien. No era el latido de los dioses; sino que parecía gemido, gemido ahogado de dolor, dolor de un corazón gigante que soportaba picotazos de cuervos. De cuervos blancos.

 En el Aguará el cielo era tristón, y ahí sí que no llovía. Apenas si el agua salpicaba. Ella, una hermosa joven toba de 23 años, no sabía cómo borrar lo sucedido esa mañana, esa mañana de sábado, sábado neblinoso. Ese 19 de julio de 1924, sangriento, cuando esos hombres blancos, shegua lapagaic kabemaic, mataban y mataban desde un aparato que volaba. Aquellos labios de aquellas bocas con aquellas dentaduras. Aquellos hombres blancos, hombres blancos con gafas negras, que miraban y se reían desde arriba ¡Cómo olvidarlo! Se reían como diablos, y gritaban como lobos. Abrían la boca. Se reían y festejaban cuando caían los niños con miradas desgarradoras, tropezando con mocos y estallando contra el suelo.

 Se reían y festejaban cuando caían las mujeres con muecas de dolor, con los pechos repletos de savia, desgarrados, revolcándose en la tierra, escapándose del barro de sangre, sudor y miseria. Y los de a pie que degollaban con tanta furia que los uniformes reventaban. No parecían seres humanos. ¿O sí? ¡Cómo olvidarlo! Pero el miedo arrancó el párrafo más triste, insoportablemente triste. Fue inclinando despacito la cabeza. Silencio con la cabeza baja ¿Vergüenza? ¿Respeto? ¿Angustia? Corrían hacia el monte con desesperación. Caían y se arrastraban entre cadáveres de familiares, de amigos, entre los truenos de las armas, entre los gritos, entre los sollozos.

 El llamado. La voz. El grito del santón no sonaba bien. No era el latido de los dioses; parecía gemido, gemido ahogado, ahogado de dolor. Ya no había corazón. Los picotazos de los cuervos blancos deshilachaban las almas, y la sangre, y la tierra, y el agua, y el monte; en fin, los dioses, o la vida. En carne viva. Todas llagas. Durante el mediodía de ese maldito sábado, el avión, ese cuervo blanco gigante. Un viento acarició las heridas en El Aguará. No había que volver. Sudor frío.

 Aquella mañana, Melitona corría hacia el monte y cayó. Entre todos la arrastraron más de 500 metros. Estuvo días sin comer. Ella y su madre no probaron bocado. No tenían nada, ni agua. Al monte, a ese inmenso, sólo le pedían protección para que el dolor nutra la divinidad. Varios días, varias noches, desnutridas, deshidratadas, heridas, arrastrándose hasta que se abrazaron a la tierra con toda la fuerza y ahí se quedaron. Aplastadas como láminas humanas. Sus huesos parecían senderos de hormigas y sus cabelleras mimetizadas con el verde golpeado, chamuscado, invadían las gramíneas.

 Nadie las veía; aunque las pisaran con esas borracheras malnacidas; aunque los cuervos blancos ingresaran a picotazos al verde boscoso; aunque los machetes brillaran y los balazos zumbaran. Nadie, nadie las veía. El silencio era montés, el olor era montés. Los pumas entendían, las víboras colaboraban y entre imperceptibles movimientos; ellas, madre e hija, unidas por un finísimo hilo de respiración eran espirales de enredaderas sobre hojas, tallos, troncos, ramas.

 Eran verdes cuando había que ser verdes. Eran marrones cuando había que ser marrones. Eran gris humo de barro cocido cuando había que esfumarse. La vida.¡Cómo cuidar la vida! La madre no aguantó. Se desangró. Melitona se salvó. Siguió escondida por los bosques hasta que se hizo olvido, y con el olvido a cuestas pudo llegar a Quitilipi. En Quitilipi fue lechuza, fue carpincho, fue tatú, fue vizcacha, fue liebre. En el peregrinar perdió los abuelos, los hermanos, los tíos, los primos; mientras le giraba sin cesar por su cabeza los consejos de la sobrevivencia: el silencio es la salvación; y el olvido es la eternidad.

 En el camino entre Quitilipi y Machagai, entre cosechas mal pagas, entre los días negros en los hornos de carbón, en los cortaderos de ladrillos, entre las espinas y las astillas en el juntado de leñas, en las noches obrajeras, el olvido se le hizo más profundo, tan profundo como el miedo. Y así, mansamente, emprendió el regreso al paraje. Las cicatrices hacían de su cuerpo un aliento. El silencio, el olvido, el sufrimiento, las penas, todo, todo se aceptaba; pero la sangre estaba en El Aguará. Llegó como un fantasma, como si lo vivido hubiese sido una leyenda.

 La angustia se había endurecido en las entrañas de Melitona. Su piel empezó a oler distinto. Su color era distinto. Se había acostumbrado a la ronda de los cuervos blancos. La mujer había cambiado, y para siempre. Sobreviviente.

 Melitona no estuvo acostumbrada a usar la memoria. No la usó. La mantuvo quieta, casi agonizante, mucho tiempo. Pero, de a poco, naturalmente, su memoria quiso resucitar. Y en esos espasmos memoriosos, habló, recordó. ´Los policías andaban a caballo. Pero los que venían a pié ametrallaron primero. Nadie avisó que querían pelear. Estábamos durmiendo. Hoy ya no nos matan a palos y a balazos´, dijo Melitona. 

 (*) Extracto del libro “Crímenes en sangre” (Colección Napalpí, Librería de la Paz, 2008).



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